La Rueda del Tiempo foro
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Sariel_Rofocale
Sariel_Rofocale
Ciudadano
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Masculino
Localización : Colombia
Cometido : Estudiante

La caja de cuero Empty La caja de cuero

Sáb 23 Oct 2010, 19:35
Uno de los viejos... por que los nuevos no se en donde los hemetido...
Sed piadosos... es un hobby... Y no soy muy bueno. En cualquier caso, disfrutadlo...

La Caja de Cuero
Into the endless dark, are waiting the most terrible gods,
Waiting… Forever waiting…
(Cuentos de Mamá Calavera
Arles 1998)

En el cielo, los bastardos como tú, no deben sufrir calambres...
Fue el primer pensamiento de Thomas, cuando el corroído espejo le reveló con descarnada certeza; lo que él mismo, no hubiera podido aceptar la noche anterior.
Ya no eran unas esporádicas canas lo que afloraba en sus sienes. Ya no eran pequeños óvalos de piel lisa y tersa lo que se veía en su frente. Eran los círculos enormes de la calvicie, una calvicie rojiza y brillante, como recién pulida con cera.
De inmediato cayó en cuenta, de la futilidad de su razonamiento. Si en verdad existiese un cielo, ese era el último lugar en donde le corresponderá estar. Y no por que en sus aburridísimos 50 años de vida hubiera cometido demasiadas insensateces. No; era por que el cielo, o por lo menos tal como lo pintaba el estupido que hacía las veces de cura del pueblo en el que vivía; no era un lugar en donde se recibiese a los mediocres.
La sonrisa cansada y amarillenta del reflejo le asintió con crudeza. Si; los perdedores, van al infierno, sobre todo los obesos perdedores de 50 años, que trabajan como meseros en hoteles decadentes.
Si; sobre todo los obesos y enfermos meseros que esbozaban día a día, mes a mes, la sonrisa de vaca preñada del que quiere obtener una propina con la que pagarse las cervezas de la noche.

--Si—Dijo en voz alta Thomas ante el corroído espejo—Eres un jodido y condenado perdedor. Eres un mediocre, un mediocre de quinta al que no le quedan más de 10 años de vida.

Y el reflejo asintió con crudeza, ¿Acaso pretendía que aquel ser que envejecía y moría al mismo tiempo que él, le engañase?
Suspiró cansado, y consecuente con la rutina, la espantosa rutina; procedió a poner un día más en la interminable lista de borrones de su vida.
Desde hacía años, su vida era una cadena enorme de borrones, de días tan espantosamente iguales a todos, tan aburridos y pestilentes; que su propio inconsciente, compasivo después de todo, tuvo en un momento ya imposible de recordar, la gentileza de hacerles olvidar todos y cada uno de ellos.

Salió a la calle, recién afeitado, ligeramente perfumado con la solución de aceite de sándalo que en su juventud le hacía sentirse un poco más interesante; pero que ahora solo le hacía sentirse como una vetusta momia parlante.
Encendió su primer cigarrillo del día y aguardó resignado, a que el calambre de sus huesudas rodillas desapareciera con el frío de la mañana.

La miserable agonía duró un poco más que de costumbre; otra prueba irrefutable de su irreversible vejez. Sin pensar demasiado en ello, y no queriendo mortificarse el día con mayores razonamientos de ese tipo, se movió casi con pereza hasta la acera frente a su edificio.

El café Hanoi se encontraba en esa calle desde mucho antes que el joven y soñador Thomas irrumpiera con sus ligeros 17 años en la somnolencia del pequeño pueblo de provincia. Y hasta donde recordaba, su propietario siempre había sido el mismo enorme y grasiento vietnamita Co hong.

Como de costumbre, el obeso cocinero le saludó desde el fondo del establecimiento, en donde se encontraba la cocina con un grito en estridente y cantarín.

--Aeh Jaah, señol Thomas, ¿lo mismo de siemple?—.

Riñó sin necesidad a la camarera vestida con un desastroso uniforme azul y con un gesto le señaló a Thomas la mesa cercana a la puerta.

El local era una confusa mezcla de cafetería que cumplía las funciones de bar sin categoría en las frías y brumosas noches del pueblo. Decorado con motivos alegóricos al oriente lejano, biombos deslucidos de papel, una infinidad de abanicos rojos y amarillos se posaban en las paredes como repugnantes insectos chillones.
Una docena de mesas pasadas de moda y una barra brillante y de fragante cedro eran todo el mobiliario. La pequeña puerta de madera y vidrio, siempre había existido reclamando a gritos una esponja y algo de jabón.

El desayuno llegó pronto, huevos revueltos con jamón y queso, dos panecillos calientes con mermelada de alguna extraña fruta del trópico y un café fuerte, negro, sin azúcar, al que el cordial vietnamita agregaba siempre algunas astillas de canela.

Thomas suspiró repentinamente cansado, y se dedicó a atacar con verdadera hambre la modesta comida, mientras echaba miradas distraídas a las venosas piernas de la camarera y a su caído busto, medio contenido por el abierto y remendado escote.
No era un hombre demasiado complicado, pero en momentos como ese su mente parecía extraviarse dentro de las aceitosas moléculas de su comida, sin divagar más allá de su propio plato. Podía escuchar el ruido de los sartenes, los ocasionales regaños del cocinero a sus ayudantes, y el aroma de los alimentos fritos llegaba a su nariz con insistente molestia.
Su cerebro volvía a funcionar justo cuando el café estaba ya tibio y lograba a despecho de los deseos del estúpido encendedor de aluminio encender el segundo pitillo del día.
Entonces se arremolinaban en su conciencia todas las labores que debía cumplir antes de dirigirse al hotel en el que trabajaba.

La comida de los gatos, pagar las facturas de luz y agua, comprar un periódico que probablemente diría lo mismo que el día anterior, escupir tres veces ante la estatua del parque central y encender una docena más de cigarrillos. ¡Ah! Y no olvidar comprar otro cartón de tabaco en la licorería que estaría abierta hasta las 10 de la mañana...

Todas estas cosas fueron rumiadas una y otra vez antes de decidir que el día continuaría con o sin él y que más le valía ponerse de pie y pagar la cuenta antes de que Gabriela, la mesera, viniera a su mesa a cobrarle por si misma.

Le desagradaba intensamente esa mujer; cada vez que se le acercaba sentía esa repulsión innata ante las cosas desagradables que todo hombre tiene en lo más íntimo de su ser.
No le costaba demasiado imaginársela en un burdel, como una hastiada y repugnante matrona, limpiándose la entrepierna con un sucio trapo rojo y aguardando a su próxima victima... Si, como un enorme y rojizo insecto de cabello castaño rizado.

¡Basta!

Sacudió su cabeza con furia y pagando la cuenta salió con prisa del local sin detenerse a saludar de nuevo a su anfitrión.

Caminó con prisa las contadas cuadras que le separaban de su primera parada; la licorería; fumándose con parsimonia el último cigarrillo que le quedaba, y prometiéndose a sí mismo, por millonésima vez en los últimos 30 años; que lo dejaría en cuando su situación económica mejorase un poco. En cuanto el anciano tío abuelo que llevaba muriéndose 45 años muriera por fin y le dejase toda su modesta fortuna, recaudada como estafador de pobres litigantes. Vale decir que el tío Arthur era abogado de un medianamente prestigioso bufete de abogados en Buenos Aires.

La acera que estaba recorriendo era un amplio pasaje de árboles de sauce y pequeños jardines cercados, en donde las primeras begonias de la temporada; arrojaban su estridente concierto de olores delante de los primeros transeúntes del día; el viejo repartidor de periódicos, tuerto desde hacía 10 años por un accidente con un palillo de dientes.(Thomas le compró el periódico del día respondiendo con murmullos que podrían significar cualquier cosa) Los niños recién bañados que acudían al instituto cristiano casi arrastrados por sus madres presurosas y en bata; (Y que olían a los huevos y el chocolate del desayuno medianamente disfrazados con el aroma rancio y metálico de la crema dental) y la infinidad de coches y transeúntes medio dormidos que tenían en sus ojos esa mirada que revelaba muy bien en donde preferirían estar en ese momento y a esa hora de la mañana.

Rostros y personas, caras y expresiones que habitaban sin remedio un pequeño pueblo que ya no era tan pequeño y que llevaba más de 20 años tratando de convertirse en una ciudad en la que jamás se convertiría. Cosa que no pensaban ni los progres ni los políticos de avanzada que también estaban desterrados a este pequeño y placido infierno provincial.

Entró a la licorería y después de pensarlo un poco, como siempre; ya que pensaba que unos minutos de aparente indecisión le bastarían a si mismo para convencerse de nuevo que no era un viejo aburrido y sin ganas de absolutamente nada; se decidió por los cigarrillo de siempre, (Rubios con filtro) y salió de nuevo a la calle, rompiendo lentamente el paquete de 20 minutos gratis de ida sin retorno a una muerte humillante.

Se sentó en uno de los bancos, mojados por el rocío de la noche anterior y encendió otro pitillo dejando vagar su mente bastante lejos del momento presente.

Transcurridos los 10 minutos de rigor, que le dedicaba cada día a esa especie de nada pensante en la que se convertía su cabeza; y se disponía a levantarse del banco, notó extrañado que se encontraba sentado sobre un objeto duro y punzante que le había estado lastimando el trasero desde hacía ya unos minutos, pero que él, demasiado abstraído en no pensar, ni se había detenido a sentir.

Se levantó y observó en el banco de concreto una pequeña caja de lo que parecía ser un cuero blancuzco y gastado, en el centro de la isla que había dejado su abrigo al secar las gotas de rocío.
Se inclinó lentamente, procurando no molestar el calambre que ya empezaba a gritar en sus piernas y la tomó con delicadeza.
La sintió en sus manos sorprendentemente fría, helada podría decirse, y extrañamente pesada.
De inmediato notó que parecía tener una vibración propia, latía en efecto como si dispusiera de un corazón de cuero también blancuzco y deslucido que le comunicaba desde su interior alguna especie de mensaje secreto y movible.

¡Tonterías! Se dijo a si mismo, ¡Estas desvariando estupido anciano!, ¡Arroja esa pequeña mierda a la caneca de la basura y mueve el culo de una buena vez antes de que se te haga tarde!
Pero sin pensarlo siquiera se la guardó de inmediato en el bolsillo interior del grueso abrigo de lana. Y se dirigió al pequeño supermercado a comprar el resto de las cosas que le hacían falta y a pagar en la caja las cuentas que tenía en el otro bolsillo del gastado abrigo; antes de tomar el micro y dirigirse al trabajo.

Fue una jornada extraña. De alguna manera lo supo en cuanto se metió dentro del uniforme rojo de mesero, mientras se ajustaba el corbatín en el cuello de la inmaculada camisa blanca. Era extraño de muchas maneras, no solo por que no tuvo conciencia del momento en el que se guardó la pequeña caja en el bolsillo de su chaqueta roja de capitán de meseros. (Lo notó cuando trató de esbozar la sonrisa vacuna de siempre y no pudo hacerlo) Sino por que el catzurro de Menéndez le dijo con la voz tensa antes de dirigirse a tomar un pedido a la mesa tres (Cercana a los ventanales de la piscina).

--¿Que demonios te pasa Zaboni? ¡Tienes una cara de asesino en serie como para pegarte un tiro!--.

--¡Va fan … !—Pensó Thomas alarmado-- ¿Por qué stronzo no puedo sonreír?
Trató y trató, ya verdaderamente alarmado, de dibujar una sonrisa en su rostro, pero cuando creía poder lograrlo, solo lograba obtener una extraña mueca que los cristales de las ventanas le revelaban como un gesto de perturbado.

Solo se atrevió a atender a una pareja de ancianos que se encontraban cerca de la chimenea. Pero cuando se acercó con lo que el creía era su misma actitud servil que tanto agradaba a los viejos, estos le miraron alarmados y balbuceando una excusa cualquiera se retiraron con prisa de su presencia.

El resto de su jornada la pasó observando ceñudo a los meseros a su cargo y procurando evitar observar de frente a cualquier persona. Ya que cada vez que intentaba acercarse a una, de inmediato esta se escabullía con un terror en la expresión que a él mismo se le hacía escalofriante.

Nunca el tiempo se le había hecho tan largo, nunca contó con tanta ansiedad las horas que le faltaban para colgar el uniforme, y jamás durante sus 30 años de trabajo, le había importado tan poco largarse a casa sin un centavo de más en el bolsillo.
Un sudor frío le recorría la frente todo el tiempo desde que salió del trabajo hasta que cerró tras de sí la puerta de su casa.
Se dio cuenta que había corrido como un loco la distancia entre la parada de micros y su apartamento, y se dio cuenta, así mismo, que estaba verdaderamente aterrado.

Sentía como si detrás de las sombras de la calle se encontrase un monstruoso engendro dispuesto a devorarle; creía ver en el rostro de los nocturnos transeúntes, un demonio disfrazado de persona que en cualquier momento imprevisto se despojaría de su máscara para arrancarle la garganta a zarpazos.
Y en cada momento de este desesperante recorrido, había aferrado contra su pecho la pequeña caja de cuero, apretándola con fuerza, como si temiese que alguien, o algo; se la pudiera arrebatar.

Despacio, temblando incontrolablemente se dejó caer en el sofá y colocó con temor la pequeña caja en la mesa del centro de la sala. Se recostó pesadamente sin perderla de vista y encendió con las manos moviéndose incontrolablemente un cigarrillo al que dio vigorosas chupadas.
Como llamando a un amigo el humo acre y gris se adentró en sus pulmones calmando sus enloquecidos nervios. Suspiró con fuerza, repentinamente liberado de sus temores, pero notando con inquietud, que todo su cuerpo era una superficie de negro y constante frío, que parecía emanar no de sí mismo, sino de la extraña caja que tenía ante sus ojos.

Y justo cuando el temor comenzaba a abrirse paso en los límites de la calma impuesta por la nicotina, un repentino movimiento sonoro de su vientre le informó que tenía hambre.
Suspiró de nuevo, manifiestamente aliviado y olvidando de momento la caja, su miedo, y espantoso día que había tenido; se dirigió a la pequeña cocina, para lidiar con su estómago.

Encendió la luz, prendió el fogón a gas y sacó de la nevera una cerveza, pimientos y cebolla. Colocó la sartén al fuego y agregó el aceite esperando pacientemente, mientras fumaba otro cigarrillo y bebía pequeños sorbos de su cerveza.
Todo muy normal, todo muy humano, la misma rutina de cada noche para todos los solterones obesos y medio calvos del mundo. Se sorprendió al recordar el pánico intenso que le agarrotaba el cuerpo hacia tan solo un par de minutos. Casi podía volver a sentir junto a su pecho, en el bolsillo de la camisa oscura el latido perceptible y perturbador de la caja;

¡Dios! ¡Casi podía escucharlo de nuevo en su cabeza!

Se preguntó de con pena si por casualidad no habría pillado uno de esos resfriados de la temporada.

Agregó tres huevos a la sartén humeante, retirando la mano prontamente para evitar que el aceite chisporroteara en su piel.
Peló la cebolla con el cuchillo grande, poniendo en juego toda su atención para no cortarse un dedo, limpió y cortó en tiras los pimientos arrojándolos al sartén; cortó después la cebolla en pequeños y geométricos trozos a los que agregó pimienta y algo de jengibre.

De nuevo estaba escuchando el latido, justo en sus oídos, llamándole, comunicándole desde un lugar mas allá de su cuerpo la misma sensación de frío, bajó la vista y colocó con su mano izquierda el cigarrillo medio consumido en la comisura de sus labios, mientras empezaba a canturrear una cancioncilla de su niñez...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

Sentía como si de pronto su cuerpo se metiera en una niebla invisible, se sentía pesado, casi dormido...

Respirando ruidosamente aplicó sal y queso a la mezcla y tomando una toalla de cocina se envolvió la mano izquierda. Llevó el sartén a la sala, y encendió el televisor, tratando de no mirar a la mesa, donde sabía que se encontraba la pequeña caja.

Mientras posaba sus ojos en el aparato, sin intentar poner atención a las imágenes, mordisqueaba con deleite su cena; le gustaron el particular las pequeñas rodajas de jamón que había puesto en el sartén. A pesar de recordar muy bien que en la mañana había visto el paquete vacío en el refrigerador y lo había arrojado a la basura haciéndose la promesa mental de comprar otro paquete en el supermercado; cuando regresara del trabajo... Pero después de todo, últimamente (Los últimos 50 años de su vida) los había pasado haciéndose promesas que jamás cumpliría (Como su adicción al tabaco).

Tenían un sabor conocido, no solo sabían a jamón, sabían a... A...

Bueno, no podía recordarlo, pero sabían bastante bien; eran tirantes y dulzonas, un poco saladas en el fondo, pero en general el sabor le agradó, y se prometió (De nuevo) comprar la misma marca la próxima vez.

Estupendo, iría a dormir y el día de mañana arrojaría esa estúpida caja a la basura.

Apagó el televisor y volviendo la vista hacia la mesa de noche un sudor helado le recorrió la espalda.
Una mancha oscura pero cálida se hizo en sus pantalones mientras observaba con mirada idiotizada el espacio donde habría jurado que dejó la caja hacia tan solo unos minutos.

Colocó el sartén en el suelo y se dirigió a la mesa, buscando la caja bajo los cojines y el sofá, hasta toparse de nuevo con la sartén en el suelo.

Vió a la luz difusa de los autos que pasaban por la calle una rodaja de aquel jamón que tanto le había gustado en el fondo del sartén.

Le dolía terriblemente la mano izquierda, no recordaba que el golpe que se dio con la puerta del refrigerador hubiese sido tan fuerte. Se quitó la toalla de cocina observando su mano con atención.

Había en ella un detalle que no alcanzaba a comprender, algo faltaba, estaba hinchada, pero pálida, como si alguien hubiese sacado de ella toda la sangre, y le temblaba violentamente.

Se presionó la cabeza con la otra mano para intentar entender, allí estaba, en su lengua, pero no acertaba a dar con ello...
Hasta que los ojos se le iluminaron en un destello de dolorosa y asqueada comprensión...

Derribó el televisor en su difusa carrera hacia el baño, tratando de contener infructuosamente el flujo que venía de su estómago y trataba de escapar por su garganta.

Esa rodaja, ese pequeño, minúsculo trozo de quemado jamón, esa uña a medio freír...

Y con cada arcada, llegaban a su cabeza retazos de percepción clarificados, más luz, más luz...

...Luego tomó el cuchillo con la mano derecha mientras colocaba su mano izquierda en la tabla de picar y empezaba a quitar pequeñas rebanadas de su dedo pulgar.

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

El cuchillo estaba afilado, pero le sorprendió constatar que la uña del dedo ofrecía una pequeña resistencia a su filo, aplicó un poco mas de fuerza y siguió convirtiendo su dedo en pequeñas rodajas...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

Pequeños surtidores de sangre surgieron cuando llegó al hueso, y crecieron de tamaño mientras los minúsculos vasos de las falanges estallaban y eran segados sin compasión por el filo del aluminio flexible... Siguió cantando con una sonrisita estupida en el rostro...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

El cigarrillo le colgaba apagado de la boca, mientras contemplaba el charco de sangre que iba formándose en el suelo, y sus zapatos, y en la superficie del mesón de la cocina...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

Cuando llegó a la palma de la mano, en la que latían pequeñas hebras de tendones y piel; tomó la tabla y con el cuchillo manchado empujó las rebanadas de su dedo a la sartén... Aspirando con fruición el aroma de la carne friéndose...
Un aroma sólido, que le recordaba su niñez, cuando su abuela mezclaba el sartén en el antiquísimo fogón de leña de la casa familiar, friendo con parsimonia el cordero de la noche buena...

Tanz... mein lieben tanz... Tanz met meer...

Vomitó durante un largo rato, devolviendo con una mezcla de asco y alivio toda la cena y el desayuno de la mañana. Vomitó hasta quedar medio inconsciente, con la fuerza apenas necesaria para arrastrarse hasta la ducha y recostarse contra la fría pared de azulejos.

El latido volvió; esta vez más persistente, más cercano.
Lo notó en el bulto que la pequeña caja hacía en el bolsillo del pecho de su camisa.
Allí estaba, el pequeño artilugio de cuero, latiendo al compás de su torturada cabeza; latiendo al ritmo tangible de su mano izquierda, que era un ascua de dolor...

Vibrando al compás de su risa, que se elevó; de un pequeño gorgoteo en su garganta a un alarido histérico que sacudía todo su cuerpo incontrolablemente...

Se volvió a la pared con la mirada apagada, intentando escapar del latido, intentando a toda costa huir de él; de su llamado, que era cálido y sinuoso; que parecía esconder pequeñas y movibles repugnancias en el borde luminoso del frío que le empezaba a dominar de nuevo...

Intentó atravesar la pared rompiendo los azulejos de la ducha; y solo hasta que sintió el dolor que corría por sus brazos hasta el cuello se dio cuenta que sus uñas yacían abandonadas como canicas arrojadas por un niño aburrido en el suelo. Canicas planas, sangrantes y despedazadas.
Sus dedos eran deformes muñones rosados bordeados por negros festones de músculo y piel; y en la pared había dibujados con su sangre; trozos de una incomprensible escritura...

Rió de nuevo, perdida para siempre la cordura... mientras se dirigía a su habitación con pasos desordenados; y sumido en un vacío viscoso y sereno; sacaba del cajón inferior de su mesita de noche el cromado y brillante revolver de su difunto padre...

Ya no era ni risa, ni alarido histérico, era el llanto de su inocencia partida para siempre, era su vida desfilando incoherente ante sus ojos. Eran los hilos de un dios imposible moviendo sus afilados y blancos dedos, jugando con el destino del mundo...

Pero era la caja, vibrando, tocando las fibras más delicadas de su conciencia, revelándole el horror infinito del vacío eterno. Y esa nada, esa absoluta carencia de luz se le antojo mas horrible todavía; cuando descubrió las gigantescas formas tentaculares que esperaban salir de ella...

Gritó entonces, gritó hasta sentir que su garganta explotaba en mil pedazos que danzaban vibrando al compás de la maldita caja...Y se dio cuenta, demasiado tarde que el estallido de luz, que surgía del cañón del revolver cromado, ocultaba también tras de su blancura, una nada oscura en la que nadaban los monstruos tentaculares...



El agente Spinoza encendió con los dedos temblorosos el último cigarrillo del arrugado paquete... Temblaba, lo notó disgustado; ese temblor era inverosímil. Pero la escena que había contemplado en el apartamento del edificio frente a él haría temblar hasta al más curtido de los oficiales de la policía metropolitana.

Era simplemente... Horrible... Pero a la vez tan familiar... Ese pobre loco, tendido en la cama, con los muñones de sus manos aferradas a la camisa, y su cráneo abierto por el disparo; una especie de orquídea en la que se mezclaban cabellos blancos y negros...
Sintió cansado el espasmo que precede al movimiento convulsivo del estómago el pecho, pero a duras penas logró contenerlo... Dio otra calada furiosa a su cigarrillo respirando con fuerza, y cerrando los ojos; mientras una capa de sudor frío le cubría la frente de improviso.

La voz de su compañero de patrulla le sacó con un estremecimiento de su mutismo

--¡Eh!, ¡Spinoza!—Dijo el agente Gunther-- ¿Estas esperando a tu jodida madre?.

A regañadientes, con todo su cuerpo crujiendo mientras se obligaba a ponerse de pie; notó, en el espacio seco que su chaqueta había dejado en el banco de concreto mojado por el rocío de la noche, una pequeña caja de lo que parecía ser una especie de cuero blancuzco y desvaído.
La tomó sin pensarlo siquiera y apresuró el paso hasta la patrulla donde su compañero le increpaba con la mirada.

Iba a ser un día muy, muy largo.

Cuando intentó sonreír al ceñudo agente, se dio cuenta extrañado, que los músculos de su rostro se negaban a obedecerle...

Sariel Rofocale

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